Lo negro se convierte en blanco, como si
alguien me hubiera prendido la luz. Noches y noches con mi almohada pensando,
meditando, regresando el cassette para ver en que parte de nuestra exquisita
historia estuvo el error. Slow-motion para no perderme ningún detalle, ningún
detalle que se me resbalara por los ojos de tu recuerdo. Lo encontré, y no en
el cassette. Es que cuando yo llegué ya
estabas roto, corazón.
Estando tanto tiempo juntos permitiéndonos
parecer nuestra longevidad una eternidad. Sintiendo que tus labios son lo mejor
que jamás me ha besado. Eres el sol yendo abajo, como un
hermoso atardecer. Llamándote “mi vida”
porque en realidad te la estaba entregando. Verte
dormir con tus múltiples caras bonitas, comprobando la teoría de Nietzche que
cuando un ser humano duerme, es la manera más transparente en la que lo
encontrarás. Escuchar tu diferente ritmo de respiración y encontrar al mismo
tiempo tu olor natural. Evitando pensar en el final porque sabía que iba a
haber un final. Me duele todo el amor que te tengo y que siempre te tendré. Me
duele la conciencia de saber que jamás pudo ser. Y es que cuando yo llegué ya estabas roto, corazón.
Creyéndome tus preciosas palabras, justificando tus
burdas acciones. Apestando a
felicidad. Aferrándome y forzando tal vez, la trascendencia.
Mi objetivo principal en lucha constante contra tu naturaleza de ser. Tan
sublime y hermosa pasión llena también de fugacidad. Esa fugacidad que te lleva
a evitar la perpetuidad. Ahora solo eres un viejo creador de sueños porque cuando yo llegué ya estabas roto, corazón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario